Un mundo distópico
***No me cabe la menor duda: la revolución digital que vivimos (y que cambiará a la llamada era cuántica) exige un redimensionamiento urgente de la ética, que nos sirva como luz y escudo en medio de las tinieblas de nuestros días***
RICARDO GIL OTAIZA
Suelo afirmar que no todo lo que brilla es oro, y esto va para cualquier circunstancia de la vida. A veces creemos que nos las estamos comiendo al ver determinados programas, o al leer o abrir algunas páginas y plataformas, de las tantas que pululan en el ciberespacio, y resulta que no son más que trampas cazabobos, que buscan likes o seguidores para monetizar. Nunca como hoy había proliferado tanta basura, y nunca como hoy teníamos que vérnoslas en tantos apuros, para sortear aquí y allá lo que nos llega por raudales desde disímiles e insospechados ángulos. Literalmente: estamos envueltos en un sinfín de mentiras, de fake news, de verdades aparentes, de medias verdades, de extorsiones, de engañifas y de “agendas” ocultas, articuladas para hacer de nosotros sus presas y potenciales víctimas. Y lo somos: ¡que no nos queden dudas!
Esto, obviamente, no quiere decir que antes de la revolución tecnológica no tuviésemos el peligro de caer en manos de estafadores y de encantadores de serpientes, porque a la cruel historia de la humanidad me remito, pero lo que sí es indudable, y pienso que muchos estarán de acuerdo conmigo, es que la tecnología digital de la que hoy disfrutamos, es una extraordinaria herramienta, que nos facilita la vida en muchos aspectos: porque nos acerca y nos comunica, nos hace interaccionar como jamás lo habíamos hecho, porque simplifica engorrosos procesos y nos lleva a volar en cuestión de instantes por disímiles mundos y contextos, porque hace de nosotros seres ganados a una pluridimensionalidad inaudita, y al mismo tiempo ignota. Pero… lo que tampoco podrán mis amables lectores negar, es la inmensa potencialidad de este portento tecnológico, de hacer de nosotros el blanco perfecto de lo más oscuro de la mente humana.
A veces siento que somos actores en medio de un inmenso escenario, y que cada cual lleva sobre sí el ominoso signo de la impostación: somos y no somos, mostramos y ocultamos, afirmamos y a la vez nos contradecimos, avanzamos y retrocedemos, damos y quitamos. Nuestra era es singular, de eso no cabe la menor duda, pero esa singularidad connota a su vez inmensas incertidumbres y desafíos, que casi siempre nos sobrepasan, que nos hacen sentir minúsculos y vulnerables frente a la complejidad de la existencia.
Las tecnologías de hoy nos hacen ver muchos entresijos del Ser, van más allá de lo obvio, nos resuelven y llenan nuestros escollos existenciales, pero su poder es inmensamente falaz y mortífero, al llevarnos por desfiladeros en medio de una inmensa ceguera, no ya epistémica, transijo, pero sí filosófica, es decir, de sus propias bases y sustentos. Ya no sabemos cuándo estamos frente a una mentira, porque la propia tecnología se encarga de mostrárnosla desde todas sus aristas, y caemos presas del sofisticado engaño. Nuestra tarea fundamental consiste en develar la verdad en medio de la más absoluta oscuridad.
No me cabe la menor duda: la revolución digital que vivimos (y que cambiará a la llamada era cuántica) exige un redimensionamiento urgente de la ética, que nos sirva como luz y escudo en medio de las tinieblas de nuestros días. La tecnología pretende resolverlo todo: salud, educación, ciencias, artes y, hasta la etérea espiritualidad, pero es una moneda con su haz y su envés: con su cara presentable y bonita, pero también con sus pérfidos rostros ocultos (exprofeso) de la luz del sol. La tecnología hoy salva vidas en los centros de salud (y cuando nos alerta desde nuestros móviles acerca de diversas patologías), pero también está presente en los escenarios bélicos, con la espantosa certeza del blanco perfecto, que eleva a escala exponencial su capacidad de exterminio.
Por otra parte, la denominada Inteligencia Artificial (IA), que irrumpió con fuerza en nuestro mundo desde hace años, pero que es hoy cuando constatamos con asombro su inmenso poder y desafío, nos transforma, sin más, en personajes de fábula y en vulgares piezas de un siniestro ajedrez: escribe artículos científicos, narra cuentos y novelas, discute pareceres, saca conclusiones, prefigura finos poemas, analiza sesudos tratados, corrige exámenes y pruebas, opina con lúcidos argumentos, halla pifias y errores, dibuja y pinta, modela humanos, y hasta “resucita” muertos. Esto sin contar con la ya trajinada robótica, que está haciendo de la suyas en múltiples escenarios globales, y que amenaza con hacer de nuestro mundo un modelo distópico.
¿Se habrá visto jamás semejante dislate? No lo creo. La humanidad ha pasado por muchas pruebas terribles, que han prefigurado presentes y futuros de horror, pero hemos llegado a un punto clave y decisivo: la pérdida de la esencia de lo humano y un desvarío a escala superlativa, que amenaza con hacernos polvo cósmico. Sí, nos hemos hecho demiurgos, creamos nuevas realidades, pero hemos perdido el contacto con tierra y andamos sin norte ni brújula. Por allá, en un país que no recuerdo, un hombre se “casó” con una muñeca, y lo peor no es que un loco suelto imagine y se regodee en su estúpida fantasía nupcial, sino que hubo quien lo casara y hasta invitados que festejaran como si nada en tan extraño acontecimiento. ¿Locura colectiva? ¿Drogas psicodélicas? No lo sé. Y si lo fuera, me quedaría más tranquilo: rumbo al sanatorio y asunto zanjado. Pero no, la cosa va más allá, es un “algo” pérfido que horada las bases civilizatorias.
rigilo99@gmail.com